martes, 2 de febrero de 2010

Tormenta.

Anteayer llovía a cántaros. Parecía casi imposible para este lugar tan árido y seco. Pero era de noche y sí, las gotas repiqueteaban incansables contra el cristal. Al día siguiente tenía clases, y no podía permitirme el lujo de no dormir. Me revolví en mi cama, inquieta. Pero la lluvia no cesaba, y luego vinieron los rayos y truenos. Me harté. Quería gritarle al cielo oscuro que dejara de llorar, para así poder conciliar mi sueño. Entonces abrí la ventana. El viento entró en mi habitación como un torbellino helando. No me estremecí, estaba acostumbrada al frío. La lluvia también penetró, bañándome y formando un pequeño charquito por el que mañana mi madre podría el grito en el cielo. Me subí a la barandilla, aunque corria el riesgo de caerme a la piscina, no me preocupé. Aunque era posible que mañana perdiera el autobús, no me preocupé. Aunque era posible que mañana dormitara sobre el libro de Matemáticas, no me preocupé. Disfrutaba con la tormenta batiéndose alrededor, como una cortina de niebla, hielo y pasión desenfrenada.