domingo, 25 de julio de 2010

Tu llamada.

Aún acaricio tu recuerdo en días inmortales, que se asemeja tanto a las hojas que solíamos acariciar... Te recuerdo como aquella sombra fugaz entre los árboles verdes y de oro y plata. Entre los saltos del agua. En cada corona que entretejían mis dedos poderosos por aquel entonces, y que luego te arrojaba a los pies.
Te recuerdo en los besos que evoco muy a menudo. En el pan de cada mañana. En las flautas y arpas que solías tocar. En la oscuridad que atravesabas y vencías sin vacilar. En cada trozo de partitura sonriente y melancólica te veo. En el Mar.

En el Mar.


Sucumbiste a la llamada de tu corazón por el Mar. ¡El Mar, el Mar! Bajaste por la rápida corriente, y ya sin pensarlo, llegaste a el. ¡El Mar, el Mar! Oíste el lamento de una gaviota y ya quedaste prendado, agitó el deseo de tu alma, para nunca más reposar bajo hayas y robles.
Y yo podía llegar hasta ti pero, ¿cómo hacerlo sin antes enfrentarme a los dioses? No deseaba llegar al Otro Extremo, aquel al que tu desembarcaste con tanta facilidad y ternura. Acariciaste la arena, jugaste con las olas, soplaste caracolas e hiciste música con ellas. Y yo escuché tu llamada. ¿Cómo abandonar aquello que has conocido? ¿Cómo dejar atrás mansiones y palacios, trinos de pájaros, plata y tierra? Aunque supiera que lo que me esperaba era mil veces eso, y que los días terminaban fugaces, envueltos en una luz que provenía de una oscuridad inexorable. Y no podía desoír tu llamada, tu petición de estar contigo.
Me quedé en estas costas.

Ahora espero otro el barco que me lleve contigo, porque escuchar tu lamento tejido en forma de canción es algo que mi corazón humano no puede soportarlo sin romper a llorar cada atardecer. Lamento mi error. Ahora iré hasta ti.