jueves, 23 de octubre de 2014

Octubre, Octubre

Escribió el difunto Juan Luis Sampedro. Un libro que nunca leí y que quizá debería hacerlo. Pero Octubre está en sus últimas, y no voy a resucitar a un muerto el 1 de Noviembre.
Las hojas marrones, rojas, naranjas, de verde agonizante, no están muertas. Vuelan y dan vueltas, se amontonan y las amontonan, las pisan, se dejan pisar, caen al agua, lloran sobre ellas, se ensucian y se secan al sol del mediodía. Duermen los sueños de todas las personas que no pueden soñar.
Las hojas me duelen. Es decir, amo besar las hojas con los ojos, acariciarlas, pensar de qué árbol cayeron, a dónde van, en qué alcantarilla acabarán. Las hojas secas, sucias, mojadas, rotas, son páginas del gran libro por terminar que es esta ciudad. Son la tinta que se corrió en aquel último verso mal escrito, abandonado en el banco al lado del estanque, bajo los árboles. Las hojas, qué habrán visto las hojas. Qué podrán contarnos las hojas. Quizá soy la única que quiere escucharlas, por eso no hablan, callan, y se ríen de mí cuando paso a su lado. Qué crueles, la hojas.
Es esa belleza indiferente, es la perfección asumida en cada curva y esquina, en cada vena vegetal, esa presunción, esa altanería, esa sencillez de la naturaleza, invisible. Pisan obras de arte, por la calle, por los parques, las apartan. Apartan los cuentos de los niños y las historias que acabaron mal, o bien, no lo sé. Se las destierra de su legítimo reino.
Abrir un libro en casa es leer. Abrir un libro allí, en el parque, en el bosque, allí, con ellas, es revivir a un muerto, a sus muertos. Todos tienen algo que contar, y muy pocos escuchan. Pero yo no he cometido asesinato. Yo soy entonces el pobre funcionario que destapa el plástico encima del cadáver para proceder a la autopsia. Mal pagado. Soy un escritor, entonces, recomponiendo las cosas rotas y olvidadas, las esquinas sucias del mundo, mirando las hojas. Contemplando su vuelo circular y armonioso, soñando con que algún día conseguiré retratar ese movimiento sensual, casual. Un escritor pervertido, cansado, sentado en el incómodo banco del parque, cerca del estanque, viendo como pasan las cosas, como todo avanza, contemplando el movimiento.
Quizá me enamoré del movimiento. El moverse de las cosas estando uno parado, quieto, sin prisas ni citas, o quizá con ellas y llegando tarde, agita en el interior una mariposa hecha de ceniza y telarañas. Es evidente, pues, que no será capaz de volar. De hecho, pesa más cuanto más tiempo continuamos mirando el movimiento. La vida castiga la observación pausada. La vida premia el movimiento.
Entonces creo que he encontrado el por qué de su belleza, o, al menos, algo con que apaciguar mis pensamientos, que ya salen volando como pájaros. Volved a la cabeza, no es tiempo de emigrar.
La belleza de las cosas inmóviles en un mundo circular de engranajes de reloj y polvo. La belleza del movimiento inmóvil. La belleza de las hojas.