sábado, 21 de junio de 2014

I

Ciel Phantomhive era un niño muy inteligente y despierto, proveniente de la familia más adinerada y poderosa de aquellas tierras inglesas. Tenía todo lo que deseaba: desde los juguetes más exclusivos de la compañía Phantom hasta los platos más selectos elaborados por un mayordomo enteramente a su disposición, Sebastian Michaelis. Lo único que no poseía era tiempo, siendo consciente de ello. Al comentárselo a sus padres, estos le miraron sin comprender, diciéndole que no se preocupara por eso, que era un asunto de los desafortunados, pero que si lo deseaba podría buscarlo al día siguiente. Ciel discrepaba. Arrugas prematuras se formaban en su joven rostro al ver que en su reloj de plata se le revelaban las horas más valiosas que cuanto poseía, y que estaba a punto de perder. Así que decidió ir en busca del tiempo en compañía de su tan fiel mayordomo. Visitó médicos, hombres de banca, alquimistas, curanderos, brujas... Pero nadie fue capaz de satisfacerle.
Casi sin quererlo, sus impecables zapatos le condujeron a una calle poco transitada, para acabar ante las puertas de un relojero. El chico se adentró en la tienda, y casi al instante salió a su encuentro un hombre, como un dragón que parecía tener más de cien años. "¿Qué desea el joven señor?", preguntó con una voz que recordaba al tic-tac del reloj. "Tiempo.", respondió este. El relojero le miró atentamente, escudriñando los engranajes que rechinaban lentamente en la cabeza de Ciel. "Me temo que has venido al lugar menos apropiado. Apenas te queda tiempo, y estas paredes repletas de relojes y espejos no cesan de recordártelo. No te queda tiempo. Desaparece como arena entre los dedos, y nadie puede ayudarte. No te queda tiempo."
Entonces Ciel asumió la verdad. Ni ropas caras, ni oro, ni plata, ni mil trenes de juguete comprarían un segundo. El tuvo los que tuvo un mendigo. Las agujas de su reloj de plata marcaban la misma hora que las de la iglesia de la plaza. La infinita agonía que sintió los instantes venideros no fueron comparables al asimilar que, aún todo el temor y la angustia que había adquirido de repente, el tiempo seguía alejándose de él. El niño tiró su reloj al suelo, que no se rompió, y salió corriendo a la calle. La sombra de su mayordomo flotaba tras sus talones.
"Tiempo. Tiempo, ¿quién puede dármelo?". Nadie podía y Ciel Panthomhive lo sabía. Lo único que le restaba era regalárselo a la Muerte. Sus actos no perdurarían. Nadie le recordaría, porque no habría persona que pudiera recordar. El tiempo de la humanidad se acababa, y el joven muchacho parecía el único en darse cuenta. "Con un poco más de tiempo o un poco menos de inteligencia todo esto podría haberse evitado", fue lo último que pensó.