martes, 6 de septiembre de 2011

Pensé que mi pausa iba a ser mayor. Que tardaría un poco más en volver, y que descansar mereciese la pena. Pero no. Aquí estoy; triste, cansada, confusa, desorientada.
Hace un rato lloré, por fin, creía que iba a tardar más o que nunca lo haría. Lloré sin saber muy bien porque, al terminar de comer y subir aquí, al ático.
No me siento bien.
No es como esperaba: hace calor, la gente es estúpida, todos tienen ese horrible acento, mi madre esta estresadísima, mi hermano borde y constantemente a la defensiva, y mi padre hace lo que puede por nosotros.
Tengo muchísimas ganas de romper algo, o ponerme a golpear el suelo chillando, o a seguir llorando. Pero no servirá de nada, al contrario, perderán los pocos nervios que les quedan.
Y un detalle que hoy me entristeció: mi madre me preguntó que había desayunado, porque no encontró ninguna taza ni ningún plato en el lavavajillas; y le dije que sí, pero que los había lavado yo misma, los había secado y puesto otra vez en su sitio. Y lo hice por ella, para que tuviese una cosa menos que hacer, por insignificante que fuera; pero no, lo más fácil es desconfiar de mí.
Estoy triste y cansada. Tengo que fingir que estoy contentísima con todo, que todo es perfecto y adorable, que no hay problemas. Mi hermano me planta cara, me insulta, se pone borde y bravucón, y quiero darle una bofetada o esconderme y llorar de nuevo.
No es nada justo todo esto. Mi madre debe de creer que nadie más sufre y lo pasa mal, y que nuestro principal entretenimiento es hacerle la vida imposible; mi hermano debe de creer que existimos para servirle, para complacer sus deseos, para humillarnos.
Y nunca he estado mas orgullosa de mi padre, que siempre que entra o sale de casa lo hace con una sonrisa, nos da ánimos, da conversaciones, alivia la tensión, nos mantiene raya...
Y yo. Qué decir de mí. Con una madre que se niega a creer la realidad que tiene en casa, un hermano que piensa que el mundo gira a su alrededor y un padre que trabaja por siete.
Sí, soy egoísta. Siempre lo he sido. Y antisocial. Ni siquiera tengo el tenis para desahogarme. Y una quejica. Pero con la familia tan débil que me ha tocado, ahora soy el segundo pilar tras mi padre. Siempre me ha tocado responder a un nivel de madurez y exigencias de acuerdo a una persona plenamente adulta y desarrollada.
Quiero que todo termine de una puta vez. Que se acabe todo y volvamos a ser como antes. Y aquí estoy yo, hablando de mí, de mí y de mí. Pobre Lucía. Ahora, por favor, decidme cuánto lo sentís por mi y me quedaré tranquila.