viernes, 26 de noviembre de 2010

Tiempo.

Vuelas lejos del mundo, lejos. Llegas a tierras imperecederas y te maravillas con la luz que Es. Me dejas atrás casi sin quererlo, casi sin desearlo. Espero tu regreso en las playas de blanca arena y negras conchas, donde el mar ruge tranquilo y juega con mis pies. Mi cabello crece y crece, soportando la espera, pues no se quiere resignar a emprender el viaje. No. Amo este mundo sobre todas las cosas, excepto quizás tus ojos, y no, nadie me obligará a marcharme de aquí. Esperaré el final bajo hayas y robles, abrazada a la misma tierra que me vio nacer, crecer, caer, llorar y levantarme. Pero estoy sola. Los míos abandonaron el lugar hará años, y este amor que aún espero, fue el último en seguirlos, pues el también deseaba ver la Luz que lo creó. No pudo esperar por mí. ¿No quiso? Estoy sola. El crepúsculo deja paso a la noche, y el mar en calma de pronto se agita. La luna ilumina un barco con velas blancas que se acerca desde el horizonte. Mis ojos no creen y yo tampoco. ¿Suerte o amor? Las olas comparten mi impaciencia y le impulsan más rápido, hasta que atraca y todo vuelve a su calma habitual. Ya han salido las estrellas. Una figura esbelta como el gato salta desde la cubierta. Se moja los pies y sonríe. Una melena dorada, plateada a esta luz, se agita sobre unos ojos verdes, verde bosque donde nació. Me tiende la mano. Firmemente agarrados, tira de mi, hasta quedar frente a frente. Un beso. Dulce como los ríos, suave como la brisa entre los árboles, ardiente como el fuego de una nueva hogera. Me he equivocado. El hielo es a veces más poderoso que el fuego. No obstante, muero por amor.

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